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OdioLosLunes

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Amargo

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         «¿Qué quieres decirme?», pero no te lo pregunto; solo miro hacia tu rostro.  Tus ojos marrones más oscuros que de costumbre. Húmedos, pero sin lágrimas. Las pestañas, largas y mojadas, tampoco aún tienen lágrimas. Las ojeras, que descansan debajo, están hinchadas y enrojecidas. En ellas reside algún tipo de magia, porque no puedo parar de mirarlas. Tan marcadas y tristes; tan cansadas... Las mejillas pálidas; los labios secos y un tanto entreabiertos. La piel seca de esa boca, de esos labios, que necesitan saliva. Tu barba casi tan descuidada como lo están tus ojos (y aquellas ojeras que, aunque me cueste admitirlo, tanto me gustan).

           Me miras a mí como queriendo preguntar cosas demasiado grandes para usar palabras. Guardas silencio durante unos segundos y, cuando se empieza a hacer larga la espera, me preguntas un simple «¿Qué te pasa?» como si aquella cuestión fuera capaz de encontrar respuestas en  mi silencio. Yo no sé cómo me veo y mucho menos sé cómo me ves. Solo estoy seria y pienso. Solo te miro seria porque siento que no alcanzo a sonreír. A veces me dices fría, porque mi rostro siempre fue de esa forma; porque la solución más sencilla cuando estás triste es rodearte de escarcha. 

           Luego llega la reverencia de tu mano, que se coloca sobre mi mejilla derecha y la acaricia. Es entonces cuando sopeso tu pregunta y no sé qué debería de responder. Solo me quedo mirando tus ojos húmedos, pero sin lágrimas. Quiero volver a ver aquel marrón más claro, que acude cuando no estás ni triste ni cansado. Quiero acariciar esas ojeras, que son tan sinceras como bonitas. Entonces me arrepiento de cómo llegamos a este punto tan amargo. Quiero volver atrás en el tiempo, pero no tengo superpoderes. Intento sonreír pero se desdibujan mis labios. Busco arroparte de alguna forma y te abrazo. En mi garganta se ahoga un «Lo siento», que terminas susurrando tú antes de que yo lo haga. Quizá en aquel instante te sentiste como yo. Quizá nuestras mentes están interconectadas. O quizá, simplemente, los dos compartimos el mismo miedo a perdernos.

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Cafe

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El café es como escribir: amargo y dulce, caliente y suave. Su olor pasa desde la nariz hasta el paladar y, de alguna forma, se siente perfecto. Oscuro, como las ideas cuando se revuelven inquietas, y tibio al tragar con la resolución de una nueva historia. Pasa por la garganta como una delicada caricia, a penas perceptible, y humedece los labios en un beso.

El café son las ganas de contar muchas cosas y no saber cómo ordenarlas; las ansias de imaginar una idea demasiado compleja como para ser expresada solo con palabras, y querer más. El vicio de la creación es marrón oscuro, lleva azúcar y, en ocasiones, leche. El vicio de la creación arrastra oraciones con cada nuevo sorbo. Por eso a los escritores les gusta el café. Quieren beberlo para hacer las cosas más sencillas, menos lentas.

Para los novatos es demasiado amargo y fuerte y no saben muy bien cómo encararlo. Es entonces cuando sopesan si darle más intentos o rendirse. Dependiendo del sendero escogido se convertirán en una persona u otra; decidirán si quieren salir de Matrix o tomar la pastilla azul.
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Viejo borracho

2 min read
Estaba ahí, tirado en una acera, con una botella de bebida en su mano derecha. Pupilas dilatadas, labios entreabiertos, respiración lenta. Espalda arqueada, gesto inocente, rostro humilde. Y bebía, y bebía. Era su Leteo; aquéllas eran sus aguas. El olvido le quemaba la garganta y le humedecía la boca; lo llevaba de la mano hacia un lugar mejor.

Entonces me pregunté lo que vería en su estado de éxtasis. Todo mi alrededor se volvió gris. Pude percibir cómo se construía una imagen entre una neblina incierta, y vi sus sueños. Lo concebí sobrio con su esposa e hijos en una cena familiar. Llevaba puesto un traje de chaqueta con una corbata azul marino que contrastaba sumamente con sus actuales harapos. Sus zapatos de piel, ostentosamente caros, eran una burla a las burdas deportivas manchadas de vino y desgastadas por el uso. Y su cabello meticulosamente peinado con una raya al lado parecía dar una réplica silenciosa a las greñas largas y despeinadas que se escondían debajo de su mohosa boina escocesa.

Estaba ahí, tirado en una acera, con una botella de bebida en su mano derecha. Y yo a su lado mirándole y sintiéndome idiota. Estaba ahí, y me miraba. Y yo lo miré de vuelta. Estiró su otra mano pidiéndome limosna y me dio pena. Me pregunté por qué ¿Qué me pasaba con él?, ¿qué le hacía diferente a los demás? Tan solo era un viejo borracho buscando financiación; un muerto de hambre cualquiera. Fue entonces cuando, sin sentido aparente, me tendió una fotografía en la que le identifiqué a él y a su esposa e hijos. Fue entonces cuando me vi a mí mismo tirado en una acera, con una botella de bebida en mi mano derecha. Y un tipo a mi lado mirándome y sintiéndose idiota. Estaba ahí, y me miraba. Y yo lo miré de vuelta.
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Elfos

2 min read
Vivo en un mundo en el que las princesas son todas rubias; con el cabello oxigenado, pajizo, y el cuerpo repleto de silicona. Llevan vestidos feos e insinuantes con los que presumen de estar muy guapas, y en sus ojos reluce un resplandor hermoso los días en los que están de rebajas. Vivo en un mundo en el que los príncipes presumen de ser muy hombres, y consumen drogas. Se pasan horas y horas en busca de conseguir lucir músculos, con su camiseta de tirantes, en el gimnasio.

Vivo en un mundo en el que te dicen que no eres nadie si no te vuelves princesa o príncipe. Pero a mí no me gustan ellos; no tienen nada que les haga especiales. No obstante, allá donde voy me encuentro con gente que aspira a convertirse en eso, y me duele. No paran de insistir en que mi obligación es ser una princesa con escasos estudios, y con un príncipe al que le guste la cerveza y los partidos de fútbol. Pero yo siempre les respondo que quiero seguir en la universidad para convertirme en escritora y que ese deporte no me gusta; en vez de invertir tiempo en él, preferiría pasar la tarde comiendo tortitas y hablando de cosas banales.

Vivo en un mundo en el que las personas no paran de repetir que tengo pájaros en la cabeza; que todas mis ilusiones son imposibles y que haga lo que haga terminaré convirtiéndome en ellos, o sea, poniendo los pies en la tierra. Y yo siempre les replico, aun a sabiendas de que no me harán caso, que están equivocados y no hacen más que mancillar a los príncipes y las princesas. Porque, como bien sé, las princesas son mujeres hermosas y luchadoras que no tienen miedo de ser ellas mismas, y los príncipes son hombres tenaces y justos; tolerantes y encantadores. Ellos en realidad son elfos; orgullosos y vanidosos, mentirosos y astutos. A mí no me engañan.

Así pues, tendré que sacar mi espada de guerrera y luchar contra ellos. Pero claro, ando a la espera de más gente que, como yo, los haya desenmascarado. Así que ya sabes... Sí, tú: ¿eres lo suficientemente valeroso para acompañarme? Yo, por mi parte, te dejo la puerta abierta.
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Inspiracion

3 min read
La señorita Ahufinger contempló extasiada el hermoso paisaje; ante ella se extendía un cielo celeste de esponjosas nubes blancas. Los pájaros trinaban melódicamente, y el verde de las hojas de los árboles y arbustos otorgaba un deje armónico a la totalidad de la composición; parecía que aquel lugar se había escapado del más idealizado jardín de cuento de hadas.

Con parsimonia, desenfundó su pluma, y se dispuso a impregnar el blanco papel de su inmaculada libreta con un relato de fantasía, amor, y aventuras. No le salió nada. Frustrada, inspiró el aire puro de donde se hallaba, en busca de una inspiración que no llegaba.

—¿Qué haces? —interpeló Soledad—. No te entretengas mirando las musarañas; necesito que termines mi historia. Quiero tener final, para así no ser un simple bosquejo más en tu cabeza.

La señorita Ahufinger, pesarosa, suspiró.

—No puedo; no se me ocurre nada potable que escribir. El ambiente no me da ninguna idea con la que continuar garabateando. Lo siento.

Dolida, Soledad clavó su vista en la verde hierba.

—Te estás excusando —la acusó—. ¿Cómo, sino, te resulta imposible escribir con este ambiente tan idílico? Lo tienes todo; ahora mismo te hallas en la más plena de todas las bellezas. Debería de resultarte inspiradora.

Aquellas palabras no eran ciertas, pero claro, éso era algo que muy poca gente sabía. La señorita Ahufinger suspiró y explicó:

—Lo bello es éso; simplemente bello. Nos gusta todo lo considerado precioso porque está relacionado con la felicidad, y obviamente, nadie quiere estar triste. Pero es la tristeza aquella que nos inspira; aquella que hace al ser humano vislumbrar el mundo de manera distinta, y de este modo, poder crear algo profundo e increíble. Son las personas luchadoras, las que sobreviven a la pesadumbre, aquellas que crean las mejores obras. ¿No me crees? Si quieres empiezo a nombrar a artistas, tales como Van Gogh que no vendió nada en vida; Baudelaire que fue censurado y llevó una existencia autodestructiva; o Cervantes que en la batalla de Lepanto terminó sin un brazo.

»Piénsalo, el precio para ser un artista es vivir condenado; es no observar la hermosura del mundo y vivir en un eterno crepúsculo lluvioso. Es el dolor lo que nos evade; lo que hace a nuestra alma etérea, y de esta manera, nos permite construir castillos en las nubes y habitar en ellos, dichosos de nuestra quimera. Cuando un final es triste mueve más recovecos de nuestro ente que cuando todo termina bien; y es que, querida Soledad, la felicidad es demasiado idílica para ser creadora de algo grande. Sin dolor es imposible generar hermosura; la belleza en sí está vacía.

Soledad, reflexionó sobre las palabras de la escritora; ahora podía entenderla.

—¿Entonces, tengo que esperar a un día de lluvia para que escribas? No me apetece entristecerte para que continúes con mi relato, pero según lo que dijiste es necesario.

—A nadie le gusta una existencia torturada, pero es necesaria si se quiere llegar lejos en cualquier creación. Desgraciadamente, los autores no eligen tener una vida en la penumbra, de igual forma que tampoco son conscientes de su habilidad creativa. Querida Soledad, no estoy segura de estar condenada a sobrellevar una vida dura, pero te puedo asegurar que, si pudiera elegir, tomaría dejar atrás la felicidad. La creación artística se merece todo tipo de sufrimiento.
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